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LA SALA DE ESPERAAntonio Domínguez Álvarez. Psicólogo. Vigo. España |
Llaman a la puerta. Abro. Son un grupo de palabras que dicen haberme
elegido. ¡Solo tengo que escribirlas!.
La sala de espera, instalada en el Olimpo de la Historia, esconde el deseo colectivo de preservar la figura de la contaminación del presente. Allí, los pacientes se olvidan en su añoranza del a veces azaroso discurrir de los tiempos, de la inseguridad de algunos proyectos y hasta de errores de bulto. En ella se practica el arte de convivir en paz desde la discrepancia. Sometidos al "ojo de Dios", ninguno tiene prisa. La confusión de géneros contribuyó a apartarlos del poder. Durante su larga agonía anduvieron con el oido pegado a las tertulias, confundiendo, de forma muy lamentable, la opinión publicada con la opinión vociferada. Ignoraron, que frente a las tertulias el oyente se sitúa en una actitud próxima al consumidor de novelas: suscribiendo con el autor un pacto de simple verosimilitud transitoria, que acaba cuando el libro se cierra. La sensación psicológica de estar absolutamente cercados por una alambrada eléctrica de palabras, contribuyó muy mucho a su derrota. "Perdieron", como prueba de que las tertulias pertenecen, como es evidente y lógico y deseable, al reino de la imaginación. En su libertad neurótica, liderada por quienes navegan confusos entre el principio del placer y el de la realidad, escindidos entre su propia represión y la necesidad de reprimir a los demás, se manejan en un espacio indiscutible: el que está entre las coordenadas de la conmoción psíquica y de la neurosis traumática. Digo yo, si no se están magnificando temas que no van mas allá del maquillaje de la vida, en detrimento de lo que constituye su esencia; si no se está inventando la realidad para luego convertirla en noticia y mercancia; si, por especular sobre todo, acabaremos no sabiendo de nada; si, por sacarlo todo de sus casillas terminaremos por desconocer si estas en realidad existen. La filosofía moderna consiste en elegir entre dos caminos distintos en esta ascensión a la pirámide, para alcanzar de noche la gloria del sueño. Se puede seguir la llamada ruta de las calamidades, o la famosa ruta del aroma a café en el desayuno. La primera te lleva a creer, después de leer el periódico, que el mundo es una miseria equivalente a los excrementos de perro en las aceras; la segunda, te obliga a cerrar los ojos y a imaginar que ese humo perfumado del primer café, es la columna mas sólida en que se apoya la existencia. De todas las formas posibles de heroísmo intelectual, una de las más descansadas, es apuntarse heroicamente a algún bando ganador y someter a escarnio y descrédito a los que han perdido. En el argot futbolístico, el "pressing", es sinónimo de modernidad, y eso conduce al choque : a las "faltas tácticas" ya se las conoce como "faltas inteligentes". Es inútil pedir calma a los protagonistas, porque en el guión está matarse por el equipo y todos los derivados. Son sueños módicos, incluso vulgares, pero tienen el mérito de que pueden cumplirse. Son sueños caros, desde luego, pero solo hasta cierto punto. Mirar al pasado solo valdrá para comprobar la rectitud del camino elegido, o que nos hemos equivocado y cuando, si es que nuestra voz interior no nos lo advirtió antes. En cuanto al futuro, dejemos que llegue y plantee sus cuestiones: a cada día le basta con su propio afán. Quizá, comprenderemos que el medio empleado para ser auténticamente nosotros, es el único que podría hacer del mundo el auténtico y recuperado paraíso de los hombres: el paraíso que los hombres, ellos solos, por traicionarse de uno en uno, perdieron. Ahora un accidente simbólico. Un maldito de la literatura, que piensa que la vida la escribe un guionista, un representante de la España profunda; es la materia ciega de nuestra, en ocasiones, una fascinante capacidad expresiva; es como si el azar dejara de ser azaroso durante unos segundos, para manifestarnos un mensaje metafórico: "Los pacientes no saben nada, de hecho saben menos que nada. Un paciente lee, a la vida, sin propósito, con la actitud humana verbal para los conceptos y para las imágenes, sin comprender completamente los primeros, ni dejar de comprender, enteramente, las segundas. Entienden mal. Entienden a veces. Desentienden casi siempre. Son un lector común". No me extraña que la basura ("o lixo"), como en A Coruña, este dispuesta a enterrarnos vivos para darnos una lección. Tal vez, dentro de poco, comience a llover sangre. Los catalanes, por ejemplo, creen que hay Dios y es azulgrana. Cuando los dioses quieren perder a uno, le hacen individuo y este es un individuo perdido por los dioses. No sabe que un paciente, tiene los poderes de un chaman: es capaz de conducir el coche y de soñar la carretera. Luego dice: "Lo que más me gusta de mi, son las manos, por eso necesito dar conferencias, para lucirlas; tambíen, me gustan mis pies, pero no se puede dar conferencias con los pies". Mueve sus manos mientras habla. Son finas, burguesas, aunque no tenga tras de si diez generaciones de ocio. Pero, tampoco, de trabajo normal "artesano". ¡Con buenas intenciones solo se hacen malas novelas!. Parece uno de esos muñecos que coronan la tarta nupcial. Tal vez en el merengue sus pies se hundan un poco más. Como contrapunto, algo que escuché de un yonqui: "Mis chicas no viven en la superficie. Cuando me llegó el cuelgue, lo saboreé. La tierra se movió y aun se mueve". Aquí, voy a poner un punto. El consumo ha empezado a consumirse a si mismo y el paraje ideal, a fin de siglo, no es aquel atiborrado de cosas, sino otro donde el espacio cuenta más y en donde el habitante prefiere sentirse mas amo de su entorno y de su cuerpo. Hasta el pelo, con la moda al cero, es un signo trivial de la tendencia a la desposesión: el 2000 nos espera calvo y mondo al final de este desmantelamiento superior. Pero volvamos a la línea, retornemos a la sala de espera, a la gran noticia. Las sombras se alargan por momentos: atardece. No están seguros de qué. Ni una persona concreta. Ni una circunstancia concreta. Es más bien un estado de ánimo. Es decir, una vez más, se echan de menos a si mismos. Les viene ocurriendo con frecuencia. Añoran al que habían sido no hace demasiados años. ¿Su juventud?. No, no. Lamentan que cada día les quedaran menos reductos suyos, menos intimidad para descansar de los otros, menos rincones donde estrechar una mano a solas. Porque esa mano no existe, ni el tiempo, ni el lugar de estrecharla. No temen a la muerte. La temen si se entroniza como protagonista de la vida. Allí, se hallan ellos, en su pequeño paraíso apenas compartido o no compartido en absoluto, lejos de todo tráfico, de los atropellos, de los viajes. La realidad, por lo demás, los ha acostumbrado a los naufragios. Su alrededor lo marcan adioses definitivos, las carencias de lo que juzgaron imprescindible, el olvido de los que un día supusieron inolvidable. Alguno se pone en pie y observa los cuadros. Ha declinado el día, en todos los sentidos. Comprenden que es imprescindible adivinar aún en la oscuridad; abrazarse sin luz a la mudanza, a la inseguridad, a las incertidumbres. No les quedan tantas personas cuyo eclipse pudiera descabalgar su alma: no tienen tantos habitantes dentro de si. Los evocan uno a uno. Hacen un ejercicio de memoria, de amistad y de ternura: les dan las gracias, los acarician brevemente con la imaginación, se despiden de ellos como si alguien se hallase urgiendo fuera, en la puerta, la partida. Luego les vuelven la espalda. En parte, porque han destruido el deseo de aferrarse a la estabilidad, a la perduración, a la permanencia de los seres, de las creencias, de las esperanzas y de las desesperanzas. Se oye como el aire abre con un ruidoso golpe la puerta. Una voz conocida, la mía, pronuncia muy despacio un nombre. |